“La humanidad debe inundarse de humanidad”

Andrea Rossi Directore de FMSI

En el actual escenario mundial, la guerra en Ucrania ocupa las primeras páginas de los periódicos occidentales. Otros países, más lejanos, pero también con conflictos en curso de los que se sabía muy poco, como Afganistán, Libia, Myanmar, Palestina, Mozambique, Siria, están hoy, si cabe, aún más alejados del pensamiento y la información occidental: países y pueblos olvidados o ignorados por la opinión pública y los medios de comunicación del mundo occidental.

La forma de narrar el mundo también está cambiando: se está normalizando la narrativa de la muerte, el análisis técnico de las armas, los drones de precisión, lo micro-atómico. Cada vez se da más espacio a los analistas tácticos que, como los entrenadores de fútbol, ilustran esquemas de enfrentamiento para rodear y desgastar al enemigo como si fuera un videojuego.

Hay quienes, en todo esto, piensan -por razones que se me escapan- que esto puede considerarse de alguna manera una “guerra justa”, alimentando la peligrosa idea de que una guerra puede, después de todo, ser también una guerra. Sobre el hecho de que Italia repudia la guerra como medio para resolver disputas, un principio consagrado en nuestra como en muchas otras Constituciones ha descendido un gran e incomprensible silencio en los periódicos, en las campañas electorales, en las redes sociales. Y lo realmente peligroso es que se hable retóricamente de solidaridad y humanidad, pero se haga de forma unilateral, justificando a unos y demonizando a otros, sobre la base de intereses partidistas -casi siempre económicos- que se quieren elevar a justificación potencial de cualquier acción bélica.

En nuestra civilización en retroceso se están creando peligrosas bolsas de extrema pobreza cultural, evidentemente relacionadas con la habitual y conocida incapacidad de los seres humanos para actuar juntos por el bien común o por cualquier fin que trascienda el interés material inmediato. Existe la sensación de que se están dando peligrosos pasos atrás hacia direcciones y escenarios que pueden llevar al abismo de lo inhumano, como desgraciadamente ha sucedido repetidamente en la historia.

Reiterar nuestro irreductible “no a la guerra” es un excelente comienzo para recuperar el terreno perdido e intentar restaurar algunos valores que estamos perdiendo por el camino, entre ellos, precisamente, la humanidad, entendida en el sentido más profundo del término, el de dar sentido a nuestras vidas cuando nos damos cuenta de que sólo a través de la ayuda mutua nuestras existencias adquieren valor. Como dijo Renzo Piano en una ocasión, “hay ideas que son tan bellas que no se puede prescindir de ellas”. La belleza es un concepto complicado, de enorme profundidad. La belleza más sublime, y contagiosa, es la de la solidaridad.

Ya no podemos permitirnos creer que el mundo que nos gustaría está ahí, en algún lugar, o que alguien nos lo dará algún día sin que movamos un dedo. La teoría de los pequeños gestos, de la gota de mar que puede apagar los incendios, ya no es suficiente: por el contrario, hay que reconocer el fracaso de ciertas lógicas de pensamiento, como el “yo hice lo mío”, que no contrarrestan una situación de irresponsabilidad colectiva: hay que ir más allá de la solidaridad expresada a través de la donación ocasional e improvisada, los lazos verdes, la bandera de la paz y la firma en change.org.

Creer en el “sólo un clic y el mundo cambiará” ya nos ha puesto en situación de caer en peligrosas trampas: la llamada economía colaborativa nos hizo creer que, de alguna manera y sin ninguna movilización civil, el mundo estaba cambiando a mejor. Prefiguró una vía de organización de la producción “participativa, libre, que establece una comunidad orientada éticamente, dedicada más al bienestar colectivo que al beneficio”. Nada más lejos de la realidad, especialmente para los trabajadores.

Ningún cambio real llega por un camino que no implique grandes sacrificios: para derribar las dinámicas estructurales se requiere un cambio radical, una “operación especial” de solidaridad. La humanidad debe inundarse de humanidad.

Cuando hablo de una revolución por la solidaridad, me vienen inmediatamente a la mente los movimientos de 1968. En efecto, el ‘68, implicó a casi todos los Estados del mundo e introdujo cambios irreversibles en la sociedad, estalló en un momento en que triunfaban el individualismo pequeñoburgués y el consumismo hedonista y utilitario. Así, además de los movimientos de protesta, nacieron nuevas formas de compromiso civil, de solidaridad y de compartir con las capas más desfavorecidas de la población, lo que desencadenó una revolución cultural que también implicó al mundo católico. Precisamente en este clima vio la luz en 1971 Cáritas, el organismo pastoral de la Conferencia Episcopal Italiana (CEI), con sus cientos de asociaciones diocesanas y parroquiales, basadas en un voluntariado laico, militante y muy comprometido, en contacto estrecho y directo con los más frágiles.

Al igual que en el 68, tal vez haya una oportunidad que aprovechar también en este momento histórico: es precisamente este agotamiento de los valores básicos de humanidad y de los lazos comunitarios lo que puede sentar las bases para el surgimiento de un nuevo movimiento revolucionario, esta vez basado únicamente en el pacifismo y el altruismo.

Para llevar a cabo este cambio a nivel mundial, no es necesario empezar de cero, ya que el concepto de solidaridad ya está consagrado en la mayoría de las Constituciones del mundo desde hace décadas. En la Constitución italiana, la palabra solidaridad se menciona ya en el artículo 2, y se pone en relación con los “derechos inviolables” (“la República reconoce y garantiza los derechos inviolables del hombre, tanto como individuo como en las formaciones sociales en las que se desarrolla su personalidad, y exige el cumplimiento de los deberes obligatorios de solidaridad económica, política y social”); y, de nuevo, el artículo 119 habla de “promover el desarrollo económico, la cohesión y la solidaridad social”. Por lo tanto, en muchos casos, se trataría simplemente de ejercer derechos ya consagrados en la Constitución.

Es obvio que una revolución como ésta necesita un desencadenante. Hoy en día, ciertos acontecimientos tienen una gran resonancia en la opinión pública y pueden llegar a formar parte de la conciencia colectiva. Alrededor de ellos toman forma sentimientos empáticos y nuevas formas de narración, de construcción de sentido. Y, sobre todo, el espíritu de solidaridad a nivel nacional o internacional se pone a prueba en torno a ellos. Tras la invasión rusa, la reacción casi transversal de ayuda y acogida a los refugiados ucranianos reunió en pocos días el apoyo incluso de partidos políticos profundamente divergentes. Tal vez por unos instantes, pero en torno a estos sentimientos, Europa se unió de verdad por primera vez: casi seis millones de refugiados ucranianos acogidos, la mayor crisis de refugiados desde la Segunda Guerra Mundial, a la que la Unión Europea respondió activando, a principios de marzo, la Directiva 55/2001 sobre protección temporal y poniendo en marcha una perfecta maquinaria organizativa, impulsada por una irrefrenable fuerza de solidaridad. Ya ha sucedido y debemos hablar de ello ensalzándolo como nuestra operación especial: son los valores que debemos recoger y contar alabando la participación, el entusiasmo, la movilización colectiva (y sin la inútil retórica del heroísmo o el patriotismo).

Tenemos una gran oportunidad: transformar el recuerdo de estas tragedias en una celebración de la solidaridad y el altruismo y hacer posible una visión unificada y antropológicamente más amplia de la solidaridad. Gino Strada solía decir “la posibilidad de un mundo en el que la utopía es sólo algo que aún no existe”. Ya lo tenemos. Sólo tenemos que arremangarnos y volver a hacerlo.

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