El acaparamiento de tierras es el término que la prensa crítica atribuye a las adquisiciones transaccionales de tierras, las inversiones en tierras realizadas por los Países occidentales para reducir el riesgo de inseguridad alimentaria y satisfacer la demanda de energía alternativa y otras necesidades que sólo los Países en desarrollo parecen poder satisfacer con sus recursos naturales. Esta solución promovida por muchas potencias mundiales tiene, sin embargo, un inconveniente cada vez más difícil de ocultar, la idea de explotar de forma eficiente las “tierras vacías” y las infrautilizadas resulta no ser más que una fiebre de tierras en la que se vuelve a confirmar la clásica dinámica Norte-Sur. Hoy en día, entre los primeros Países inversores encontramos, sin mucha sorpresa, a Estados Unidos, Gran Bretaña y Holanda junto con China e India, que buscan recursos en los Países más vulnerables de África, América Latina y Asia. Últimamente, Europa del Este se considera una presa atractiva en este negocio, y muchos interesados han puesto sus ojos en Rumanía, que se encuentra entre las tierras más ricas de Europa, además de ser un lugar de gran especulación inmobiliaria.

Oxfam América informó que en las últimas décadas se han ocupado más de 81.000 hectáreas de tierra, una superficie del tamaño del estado de Portugal, y que desde la crisis financiera de 2008 el fenómeno ha crecido un 1000%. La organización internacional afirma que esta práctica no sólo daña el lugar en sí, sino que tiene repercusiones irreparables en las poblaciones locales. La pérdida de las tierras cultivables de las que dependen los agricultores autóctonos se traduce en pobreza extrema, inseguridad alimentaria, pérdida de identidad y tradición. Se ha perdido una larga lista de derechos civiles y políticos que parecen difíciles de reclamar debido a los pocos decretos claros que regulan la compra o el arrendamiento de tierras. La transparencia de los contratos sigue siendo uno de los mayores problemas en este ámbito, lo que obliga a las comunidades indígenas a abandonar sus espacios sin ningún tipo de aviso, dejándolas privadas de cualquier dignidad y oportunidad. También falta transparencia en cuanto a los recursos realmente explotados; de hecho, el acaparamiento de tierras sólo debería afectar a las tierras cultivables, que en cambio son sólo una parte de un conjunto que incluye bosques, agua y recursos minerales. La Agenda 2030 y los ODS no han sido suficientes para desarrollar una conciencia ética en el sector económico y productivo, los objetivos de igualdad, de paz y de lucha contra la pobreza no solo se ignoran sino que se desprecian. La gente, la prosperidad, la paz, la asociación y el planeta, los cinco pilares fundadores de la Agenda, han sido totalmente obviados por el acaparamiento de tierras.

Una solución muy reciente al problema identificado fue el Consentimiento Libre y Previo (CLPI), un documento apoyado por empresas y organizaciones como herramienta para incluir a las comunidades locales en los procesos de desarrollo territorial. Sin embargo, según la FAO, las fisuras de esta iniciativa son importantes. Desgraciadamente, el CLPI no ofrece ningún tipo de protección o garantía de derechos concretos a las familias, que están informadas, pero se quedan sin herramientas a las que recurrir para oponerse al acaparamiento de tierras. El Consenso se redescubre entonces como una carta política más a explotar para frenar las protestas y los movimientos sin ser en absoluto útil a las sociedades al convertirse en un canal facilitador para la continuación de la injusticia y la discriminación.

Un papel importante en esta cuestión lo ha desempeñado el Banco Mundial, que en lugar de ser garante y defensor de los pueblos ha promovido sin reparos la inversión en tierras de cultivo. Las Organizaciones Campesinas de Asia, África, América y Europa responsabilizaron al Banco Mundial y al Fondo Monetario Internacional (FMI) de facilitar de forma autónoma el acaparamiento de tierras a gran escala y de aumentar la desigualdad mundial. El neoliberalismo tan promovido especialmente por las dos instituciones y el impulso a la privatización de la tierra fueron, según las organizaciones de agricultores, las causas del encarecimiento de la vida para todas las comunidades. Desde los años 80, los dos organismos internacionales, junto con la OMC (Organización Común de Mercados), han obligado a los Estados del Sur a disminuir la inversión en la producción de alimentos y a reducir las ayudas a los campesinos y pequeños agricultores. Esto se debe a que, con el tiempo, las reservas de alimentos gestionadas por los Estados han alcanzado precios insostenibles, lo que ha obligado a los diferentes gobiernos a reducirlas y privatizarlas en el marco de los planes de ajuste estructural. El Sindicato de Agricultores de Indonesia atestigua que “el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, en nombre del Plan de Ajuste Estructural, han impulsado la financiarización y la privatización de los recursos naturales en Indonesia. Cuando la gente se opone a estos acaparamientos de tierras -que tienen lugar en nombre de REDD+ u otros programas similares- los agricultores son atacados, encarcelados y criminalizados. Un caso reciente fue el de Ahmad Azhari, quien estuvo en prisión durante casi nueve meses por defender los derechos de los agricultores. Todas estas instituciones están aquí para ayudar a las multinacionales a ampliar sus negocios, en lugar de sacar a la gente de la pobreza” (Zainal Arifin Fuad, líder campesino nacional de Serikat Petani Indonesia -SPI).

El acaparamiento de tierras, pues, vemos que responde a una lógica cada vez más contraria a la de la sostenibilidad, a pesar de que es la única forma viable de seguir habitando un mundo a escala humana. La biodiversidad y la finitud del espacio son nociones que deberían habitar en la conciencia de cada uno de nosotros y que deberían ayudarnos a compartir el único planeta que tenemos.

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