Una sonrisa que se convierte en inclusión – Un ejemplo desde Camboya para cambiar el mundo

“Aquí reconocemos su discapacidad, pero sobre todo reconocemos sus cien potencialidades.” 

— Dr. Sothun Nop, Director de Marist Solidarity Cambodia

UNICEF nos recuerda que casi 240 millones de niños y niñas en el mundo viven con discapacidad. Pero mientras nos quedamos en los datos, corremos el riesgo de olvidar que detrás de cada número hay un rostro, una historia, una vida que pide solo una cosa: el derecho a tener las mismas oportunidades que los demás. 

Muchos no van a la escuela, no reciben una atención adecuada, no son escuchados. Y esta exclusión es aún más profunda en aquellos países donde ni siquiera los derechos más básicos están garantizados, ni siquiera para los niños/as sin discapacidad. En Camboya, especialmente en las zonas rurales, el derecho a una vivienda segura, al acceso a agua potable, a servicios sanitarios o a un transporte adecuado está todavía lejos de garantizarse. 

Un niño/a que nace con discapacidad vive, por tanto, una doble exclusión: la que comparten todos los niños que crecen en contextos vulnerables, y la específica ligada a la discapacidad. Además, en algunas zonas rurales de Camboya sobreviven creencias populares según las cuales una discapacidad al nacer estaría vinculada a un “karma negativo” o a culpas familiares. Estas interpretaciones supersticiosas generan estigma y, en los casos más extremos, episodios de abandono. Es una realidad dolorosa que hace aún más urgente reconocer el valor y la dignidad de cada niño y niña. 

Y, sin embargo, cuando la inclusión se vuelve real — no teoría, sino práctica cotidiana — ocurre algo profundamente transformador.

LaValla School: donde la discapacidad se convierte en posibilidad

Esto es lo que hemos visto en Camboya, en LaValla Schoolun proyecto apoyado por FMSI y financiado por Misean Cara y Maristen

Un lugar nacido gracias a la intuición del Hermano Terry Heinrich, que después de años como director en Australia identificó en Camboya “al grupo con la necesidad más urgente”: los niños/as con discapacidad de las zonas rurales. Desde entonces, la escuela LaValla se ha convertido en un puente: no un lugar de asistencia, sino un espacio donde los niños y las niñas se convierten en protagonistas y empiezan a mirarse — y a ser mirados — con ojos nuevos. Aquí juegan, reciben fisioterapia, desarrollan competencias, aprenden inglés, usan el ordenador, hacen arte y música. Y sobre todo, son reconocidos por lo que son: niños y niñas con talentos, ideas, deseos, voces, decisiones. 

El lema que guía la escuela — “una discapacidad, cien potencialidades” — no es solo una frase. Las historias lo demuestran, tanto las de los estudiantes como las de los docentes, todos exalumnos y exalumnas con discapacidad, que hacen de la escuela un entorno verdaderamente inclusivo y equitativo.

Cuando faltan los derechos básicos, la inclusión se vuelve transformadora

Durante nuestra visita, conocimos a varias familias de los estudiantes. Viven en condiciones durísimas: el derecho a una vivienda segura, al acceso a agua potable y a un transporte seguro son desafíos cotidianos. Casas construidas sobre pantanos, pocas paredes de ladrillo con techos de chapa, en contacto directo con agua estancada y con un riesgo altísimo de malaria. La única forma de ver agua limpia es en los anuncios de botellas a lo largo de las carreteras principales. 

A pesar de todo, lo que más me impresionó fue el cuidado, la amabilidad y el respeto de las personas. Como el tío de uno de los niños que conocimos: vive en una choza en contacto directo con el agua del pantano, y aun así se peinó, se puso una camisa limpia y planchada y nos recibió con una sonrisa. Se ofreció por completo: en su porte, en la forma de mantener la cabeza en alto. Fue uno de esos momentos que se quedan grabados. 

Pienso también en otro ejemplo de fuerza y coraje: la abuela de un estudiante que, después de la enfermedad del nieto, fuimos a recoger al campo para llevarlo de vuelta a la escuela. Para venir a conocernos, la mujer atravesó decenas de metros de agua fangosa, en chanclas, en una zona donde no es raro encontrar serpientes en el camino. Nos contó que para comprar las medicinas de su nieto había tenido que endeudarse con familiares y vecinos por 90 dólares, una enormidad para la realidad local. Su sonrisa firme y espontánea no pedía nada, pero lo decía todo. De personas así se aprende más de lo que uno podría dar. 

Los resultados del proyecto hablan por sí mismos: 

  • 136 estudiantes completaron el año escolar 
  • 130 chicas y chicos participaron en el campamento anual, experimentando creatividad, colaboración y liderazgo 
  • 48 dispositivos de apoyo facilitaron el movimiento y la participación 
  • Las terapias mejoraron la autonomía, la salud y la confianza 

Pero los números no bastan para contar lo que realmente sucede: niños y niñas que toman la palabra, cuentan su historia a las autoridades locales, exigen derechos, lideran cambios concretos. Cuando los derechos se garantizan a quienes normalmente son excluidos, toda la comunidad cambia. 

La Fundación Marista para la Solidaridad Internacional apoya LaValla School porque aquí los niños/as no son “protegidos”: estudian para cambiar el mundo. El 3 de diciembre, Día Internacional de las Personas con Discapacidad, no es una conmemoración, sino una invitación a recordar que la educación no es un favor, sino un derecho. Y que cuando este derecho se respeta, los niños y las niñas — todos y todas — se vuelven capaces de abrir nuevos caminos. En Camboya lo hemos visto y, honestamente, también nos ha cambiado un poco. “Mantengamos vivo el sueño.” — Hermano Bryan Kinsella, Hermano Marista en LaValla School

 

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